El hombre ha experimentado mucho,
nombrado a muchos celestes,
desde que somos un diálogo y podemos oir unos de otros.
En el azúl amable florece el techo metálico del campanario.
Pleno de méritos pero es poéticamente
como el hombre habita esta tierra.
Como cuando en día de fiesta,
para ver el campo,
sale el labrador,
en la mañana.
Es derecho de nosotros los poetas,
estar en pie ante las tormentas de Dios,
con la cabeza desnuda,
para apresar con nuestras propias manos el rayo de luz,
del Padre, a él mismo.
Y hacer llegar al pueblo envuelto en cantos
el don celeste,
Debe partir a tiempo,
aquél por el que habla el espíritu.
Ser uno mismo,
esa es la vida y,
nosotros, los otros,
somos ensueños de aquella.
Y los signos son desde tiempos remotos
el lenguaje de los dioses,
vuela el espíritu audaz
como el águila en la tormenta,
prediciendo sus dioses venideros.
Por eso, porque es piadosa y ama a los celestes,
venero la voz del pueblo, voz reposada.
Pero, por los Dioses y los Hombres,
que no se complazca
demasiado en su reposo.
En verdad, son buenas las leyendas,
si son en memoria del Altísmo,
sin embargo, es preciso
uno que interprete lo sagrado.
Pero ¡amigo! venimos demasiado tarde,
en verdad viven los dioses
pero sobre nuestra cabeza arriba en otro mundo
trabajan eternamente
y parecen preocuparse poco de si vivimos.
Tanto se cuidan los celestes de no herirnos.
Pues nunca pudiera contenerlos una débil vasija,
solo a veces soporta el hombre la plenitud divina.
La vida es un ensueño de ellos.
Friedrich Hôlderlin (Alemania 1870-1843)